Palacio de Orive, también llamada 'Casa de los Villalones', este singular edificio renacentista, realizado en 1560, es una de las obras más notables del arquitecto Hernán Ruiz II. Forma parte de un conjunto único dentro del Casco histórico de Córdoba, la manzana de Orive. |
Don
Carlos Ucel y Guimbarda había perdido a su bella y adorada esposa
cuando más feliz se juzgaba con tan buena compañera. El cielo
quiso, para consolar la amargura que aquella pérdida le causara,
dejarle una hija, blanca y hermosa como su nombre, y tímida y
sencilla como el espíritu de un ángel. Jamás salía de casa, sino
acompañada de una dueña, en sus primeros años, y después de su
padre, que en ella cifraba toda su ventura y sus esperanzas. Contaba
unos 17 años cuando en uno, al llegar la velada entonces, hoy feria
de la Fuensanta, la llevó a beber aquellas puras y apetecidas aguas
y orar por su madre ante la venerada imagen, amor de todos los
cordobeses.
En
la esquina del convento de San Rafael, conocido generalmente por
Madre de Dios, se les interpuso una harapienta gitana de horrible
aspecto y penetrante mirada, pretendiendo decir a Blanca la ventura
que le esperaba. La tímida joven demostró al punto su repugnancia,
y don Carlos, que temió un ligero disgusto en su hija, ordenó a la
gitana se apartase, dejando de incomodarla por más tiempo. Ella
insistió, y al fin fue preciso, mal su grado, retirarla, dejándola
a un lado del camino, profiriendo mil palabras, entre las que se
percibieron claramente: "Ellos pagarán su orgullo con raudales
de llanto, que la desgracia les hará verter". Nadie hizo caso
de sus palabras, que consideraron desahogo de su mala educación,
volviéndose tranquilos a su casa, como si nada hubiesen oído.
Dos
o tres años habrían transcurrido cuando, a la altas horas de la
noche, oyeron llamar a la puerta; asomáronse y eran unos hebreos que
iban a quejarse al corregidor de que no les querían dar posada en
ninguna de las de Córdoba, y pedían o una orden para ello o que se
les dejase pasar hasta el día, aun cuando fuera en el portal de su
casa. Consintió Guimbarda en esto último, y la dueña que había
recibido el recado ponderó a doña Blanca lo extraño de las figuras
de los nuevos huéspedes, hasta el punto que la curiosidad les hizo
ir a examinarlos por el agujero de la llave del portón. Mas cual
sería su sorpresa al ver que leían en un libro a la luz de una vela
amarilla, y que pasaban muy deprisa las cuentas de una especie de
rosario que uno de ellos llevaba pendiente de la cintura.
A
poco sonó un ruido extraño y la tierra se separó dejando una
abertura que daba paso a una hermosa escalera de mármol. Por ella
bajó uno, volviendo a poco acompañado de un joven que apenas
frisaba en los tres lustros, de hermoso y gallardo aspecto, y un
cofre, al parecer lleno de alhajas de gran valor. Aquel desgraciado,
enterrado en vida, les rogó repetidas veces para que lo llevasen
consigo, siendo inútiles sus quejas y súplicas, pues después de
algunas prevenciones que le hicieron lo obligaron a bajar por la
ancha escalera. Apagaron la vela, y con la luz desapareció también
el hoyo formado en el portal, como si nada hubiese sucedido.
Figura que representaría a Blanca en el palacio de los Villalones |
Llegó
la mañana siguiente y los hebreos se despidieron del corregidor,
dándole muchas gracias por la generosidad con que los había
hospedado; mas ¡cuánta desgracia se atrajo con ella! Tanto la dueña
como la hermosa Blanca ardían en viva curiosidad por saber el
misterioso arcano del joven prisionero con tantas y codiciadas
riquezas. Examinaron el portal y nada advertían en su pavimento,
hasta que la dueña vio esparcidas por él muchas gotas de cera
desprendidas de la vela encendida por los hebreos. Juntolas
cuidadosamente e hizo un cerillo, con el que creían que se abriría
la tierra. Esperaron la noche, y cuando todos estaban recogidos,
bajaron al portal y encendieron la luz, logrando por este medio que
apareciese de nuevo la escalera, por la cual bajó Blanca,
recorriendo algunas galerías sin hallar el menor rastro. Cuando vio
la dueña que el pabilo se acababa, echaron a correr; pero al salir
se le concluyó, quedando dentro la desgraciada joven que venía tras
ella. La pobre vieja empezó a gritar; a sus voces acudió el
corregidor y todos los criados, quienes se confundían más con sus
revelaciones. Luego llamaron a Blanca, que respondía con acento de
dolor desde el centro de la tierra. El corregidor hizo mil
excavaciones, todas inútiles, llorando en su desesperación la
pérdida de tan querida hija.
Varios
años pasaron. Don Carlos Ucel y Guimbarda murió solo y desesperado.
Desde entonces se dice que una sombra misteriosa recorre de noche
toda esta casa, en la que muchos aseguran haberse asombrado,
atribuyéndolo al alma de doña Blanca, que aún vaga por aquellos
contornos (1).
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